EN EL CARNAVAL DE ANTES LA GENTE PARTICIPABA…

… Ahora se limita a ser espectadora… Una entrevista a fondo con Raúl Barbero, un ícono en la cultura uruguaya, realizada con la maestría de una de las principales plumas de nuestro periodismo.

Autor: César di Candia
Es de esos hombres a los que los años no tuercen ni magullan. En la década del treinta ya estaba trabajando en las radios. Setenta y tres años después, continúa haciéndolo en el periodismo escrito. Figura referente en el mundo de los medios de difusión y la publicidad, Raúl Barbero era la persona indicada para este trabajo cuya pretensión es simplemente averiguar si los orientales fueron perdiendo alegría a medida que transcurrió el siglo XX. Y algo más en caso de ser cierta esta hipótesis: buscar los caminos para entender qué causas sociales o económicas se enredaron para configurar lo que se suele dar por sentado es una tanguera y melancólica forma de mirar la vida. Desde un país que se ha ido tornando feamente gris, Barbero, pone en movimiento ochenta y cinco años de sagacidad para procurar una explicación.
—Convengamos en que aquel Uruguay del que estamos hablando era totalmente diferente al actual.
—Sin ninguna duda. Quisiera darle a la gente menos veterana que nos lea la visión de lo que era el país en aquella época. Por aquí pasaban los mejores conjuntos del mundo. No voy a mencionar los intépretes de música clásica porque no es el tema de esta nota. Pero no puedo dejar de nombrar a auténticos fenómenos como las orquestas de Ray Ventura, de Louis Amstrong, de Dizzie Gillespie, de Harry James, de Cab Calloway o artistas como Ella Fitzgerald, Sammy Davies (Jr.), The Jubilee Singers, Paul Anka, Los Plateros, Doménico Modugno, Charles Aznavour…
—… Jean Sablón.
—Fijate lo que son las cosas. En Francia, su país de origen era el cantor más cotizado. Algunas de sus interpretaciones como J’ attendrai o Insensiblement eran las más famosas de la época. Y este monstruo vino a cantar a este mercado que hoy parece tan chiquito. Y como si fuera poco, también vino Maurice Chevalier que actuó a los ochenta años revoleando su sombrero y bastón. Permitime un breve recuerdo que pinta a aquel Uruguay. Chevalier cantó en radio Carve y la entrada a la fonoplatea era absolutamente gratuita.
—Hablemos de los tablados.
—Los tablados tenían una magia tan particular que quienes no los disfrutaron no pueden comprenderla. Yo vivía en La Comercial, en Justicia y Miguelete un barrio que junto con La Aguada eran los que tenían mayor cantidad de tablados. No exagero si digo que había uno cada tres o cuatro esquinas importantes. Uno que estaba en Batoví y Nueva Palmira que se llamaba Pan-pan congregaba multitudes. Otro que atraía a mucha gente era La Perla de Rocha que estaba en Municipio y Hocquart o muy cerquita de allí no me acuerdo con exactitud. Yo trabajé para la radio desde de ese tablado y no me puedo olvidar que con la perspectiva que me daba estar arriba, podía observar las caravanas de autos que seguían a las agrupaciones cuando estaban aproximándose al tablado. Esto en realidad no era nuevo porque a partir de la década del veinte, ya se producía el mismo fenómenos con las legendarias trouppes Oxford y Un real al 69. Pero en los años 40 ya habían decaído las trouppes y solo estaban las grandes agrupaciones que dirigía Carmelo Imperio quien fue el que heredó el cetro del carnaval que poseían Collazo y Granata.
—Quienes vivimos esos años sabemos cómo se organizaban los tablados, pero me gustaría que lo contaras tú.
—El tablado era el resultado del esfuerzo de todo el barrio. Se hacía una colecta entre todos los vecinos pero el que ponía más dinero era el bolichero frente a cuyo comercio se erigía. Es obvio decir que esta persona era normalmente el presidente de la comisión.
—El bolichero era el que ponía más pero también el que ganaba más.
—Claro, porque siempre era autorizado a poner mesas y sillas en la vereda frente a su comercio y mucha gente consumía y miraba desde allí los espectáculos. Otro gran motivo de entretenimiento eran los sorteos que tenían lugar en los ratos en que no actuaba nadie. Se hacían muchas rifas cada noche más o menos a partir de las nueve y al final se sorteaba un premio importante, una radio o algo así. Yo saqué una Philips en el tablado Sidrís que era el nombre de una bebida refrescante, que estaba ubicado en Lima y Justicia. Allí solíamos ir con mi amigo Hugo Alfaro que vivía frente a casa. El número de la rifa costaba un peso que entonces era realmente un platal. Pero esa era la rifa con la que culminaba la noche. Las otras costaban cinco o diez centésimos el número.
—Los tablados configuraban una fiesta diaria que durante un mes largo duraba tres o cuatro horas por noche y donde todo el barrio se juntaba.
—Por supuesto, llevando sillitas plegables y agarrando los primeros lugares. También había comerciantes que vendían de todo, chorizos, helados, bebidas frías, churros, refuerzos, fainá y pizza en aquellas enormes bandejas de metal, lo que fuera. Los que podían hacían picnis en plena vereda. En varias cuadras a la redonda, no quedaba nadie dentro de las casas. Si en aquel tiempo la falta de seguridad hubiera sido como hoy, los asaltantes se habrían hecho el gran festín porque nadie cerraba sus casas con llave. Cuando se aproximaba alguna agrupación, alguien de la directiva del tablado procedía a tocar una sirena o una bocina fuerte, para hacer saber a los vecinos que debían congregarse. Y los que ya no estaban participando de aquella enorme reunión social integrada por toda la gente en la vereda, venían lo más rápido que podían.
—Los tablados también tenían sus concursos privados de agrupaciones.
—Sí señor. Y cada uno daba los premios que podía de acuerdo a sus posibilidades. Había premios hasta para las máscaras sueltas que eran aquellos que subían al tablado entre conjunto y conjunto y cantaban, recitaban, hacían magias, efectuaban malabarismos o trataban de demostrar de cualquier manera algunas virtudes artísticas que muchas veces no existían. Estos personajes estaban al acecho esperando que las agrupaciones se fueran y trepaban de inmediato al escenario. Se vestían de gauchos, de payasos o usaban una vestimenta que pretendía ser de magos. Nadie les llevaba el apunte más que para reírse, aunque había algunos realmente buenos, pero regularmente pasaban el platito y sacaban unos pesos. Lo malo es que casi siempre en la mitad de sus actuaciones se producía el arribo de otro conjunto y todo su trabajo se venía al suelo. De cualquier modo tanto las rifas como las máscaras sueltas contribuían para que los tablados estuvieran siempre vivos.
—No me hablaste de los noviazgos que se ataban al amparo de las distracciones de las madres.
—Que eran múltiples, es verdad. Lo que nunca pude comprobar son los famosas encuentros que se dice que tenían los novios abajo de los tablados (se ríe). En verdad era algo muy factible porque entre el maderamen y el pavimento lo único que había eran una protección de arpillera y por allí se colaba cualquiera. En los años treinta y cuarenta, de acuerdo a las viejas costumbres uruguayas, la gente se dividía en dos grupos opuestos: los hinchas de la murga Los asaltantes con patente y los partidarios de Los patos cabreros. Había otras murgas como Los curtidores de hongos, Araca la cana, La gran muñeca, La milonga nacional que no eran tan populares. De cualquier manera en cada barrio ensayaba una murga. Y había otros conjuntos menores como Palán palán de donde salió nada menos que Eduardo Depauli quien no solamente hacía un italiano cocoliche sumamente divertido sino que además cantaba muy bien. No estaría de más recordar que Depauli organizó él solito un espectáculo en el Estadio Centenario y lo llenó.
—Por esa época empezó también Roberto Barry.
—Yo creo que fue un poco después. Un día me llamó Raúl Fontaina y me dijo: “hay un personaje del carnaval que tiene unas condiciones bárbaras, pero le falta libreto. Dice cada grosería que las mujeres salen corriendo. Tratá de escribirle algo”. Hasta ese momento Barry tocaba la guitarra en un trío llamado Los Ceibos pero un día se había largado solo como humorista y empezó a tener éxito. El mismo Fontaina ideó un personaje al que le puso El mariachi 45, que era un brabucón que andaba siempre a los tiros. Y para complementarlo le pusimos a una mujer que cantaba como los ángeles: Diana Vidal. Entonces el programa empezó a llamarse El mariachi 45 y su chaparrita enamorada. Barry estuvo en Carve hasta que un día se apartó del libreto, dijo una guarangada, porque no podía con su condición y De Feo le sacó la audición. En realidad mirado con los ojos de hoy, el episodio no daba para mucho, pero estamos hablando de cincuenta años atrás.
—Me muero de la curiosidad ¿Qué dijo?
—Que había ido a un lugar creyendo que era la casa de Winston Churchill porque en la puerta decía W.C.
—Ese episodio también pinta a aquel Uruguay.
—Y además Carve era una radio muy rígida que no permitía ninguna zafaduría.
—Los cambios en las costumbres deben haber influido en las diferentes características del carnaval actual.
—Yo pienso que el momento económico tiene mucho que ver. Antes medíamos las cosas por centésimos.
—También ganaban centésimos.
—Sí, pero el dinero alcanzaba. Con cincuenta centésimos se iba al cine y se cenaba. El puchero de media noche del restaurante Novedades era baratísimo y tan abundante que uno no comía más por tres días. Y ni te hablo de las milanesas del Monterrey al lado del Tupí Viejo que eran del diámetro del plato y valían quince centésimos o las del Londres en 18 de Julio y Arenal Grande que todavía eran más baratas. Tú me dices que los sueldos eran en consonancia pero no es así. Yo ganaba cincuenta pesos en la Universidad y treinta en la radio y era un pachá que me hacía tres trajes de medida por año. Y te voy a decir los valores: hacerte un traje te costaba cuarenta y cinco pesos y con chaleco, cinco pesos más. Además no había problemas para conseguir empleo. Podías tener los que quisieras y en cambio hoy no podés tener ni uno. ¿Cómo alguien que se pasa galgueando para obtener un laburito donde le van a pagar mal o está haciendo cola para irse del país va a tener disposición para divertirse? ¿Cómo te vas a divertir si en tu casa no entra dinero o tu padre está en el seguro de paro por decir algo?
—Me hablaste de los cines…
—En cada barrio había dos o tres. Nosotros íbamos a Sayago a ver películas que la semana anterior habían sido de estreno. 18 de Julio entre Andes y Municipio estaba lleno de salas y a eso hay que sumarles las de las calles laterales, como el Metro que fue inaugurado en el 36 o 37. Ahora hay salitas de cien localidades, pero el Censa que iba de una calle a la otra podía albergar a tres mil personas. Y los teatros también estaban siempre llenos.
—Tu fuiste testigo de las actuaciones de Paquito Busto. Para ver su espectáculo se formaban colas de dos y tres cuadras.
—Y antes de Paquito Busto, el cabezón Ramírez, Luis Arata, Morganti-Pomar. Todos daban obras reideras de un éxito impresionante. Pero como Paquito Busto no hubo nadie. Estaba dando La tía de Carlos el día de Maracaná. Cuando se enteró del triunfo uruguayo salió a la calle caracterizado como estaba. Y si hablamos del teatro serio estaban la compañía de Margarita Xirgu con los galanes Alvarez Diosdado y Pedro López Lagar y la de su eterna rival Lola Membrives. Rivales en la escena y en la política porque Margarita había jurado no regresar a España mientras viviera Franco y Lola era una terrible franquista. Y no puedo olvidarme de la compañía de Josefina Díaz y Manuel Collado y la de García León-Perales que trajo como novedad al cantaor Angelillo. No exagero: todos los espectáculos se daban a salas llenas. Y también estaban repletos los restaurantes, los lugares de shows en vivo como La Mezquita, los cabarets como La Bombonière, el Chantecler, el Colmao Sevilla, el Tabarís o el Rialto y hasta las chocolaterías como La Verbena del enano Víctor que ofrecía las mejores magdalenas y churros que se comían en Montevideo. Su único competidor era La flor de Valencia que estaba en Río Branco entre 18 y Colonia. Cuando se salía del teatro era un rito ir a este lugar a tomar chocolate a la francesa o la española. Y no te hablo de las confiterías como El Telégrafo, La Americana, la China, el Lyon D’ Or y muchas más donde se iba a tomar el te.
—A partir de los años cincuenta, todo comenzó a cambiar.
—Las costumbres del siglo pasado se partieron en dos coincidiendo con la victoria de Maracaná. Al principio no fue por una cuestión económica porque la guerra de Corea le dio un gran empuje a nuestro país, pero en los años siguientes comenzó un empobrecimiento lento pero sin pausas.
—¿Cómo fue tu amistad con Julio Sosa?
—Por razones de trabajo habíamos atado una gran amistad. Yo generalmente los llevaba a él y a Leopoldo Federico quien le dirigía la orquesta, a todos lados donde tenían que actuar. Es cierto que tenía el trago fácil, pero cuando le tocaba trabajar no tomaba nada. Al contrario, lejos del escenario era un tipo de un humor fantástico. Tenía un inmenso repertorio de chistes y los contaba con mucha gracia. Poca gente sabe esto último. Una noche tenía que cantar en el club Olimpia de Colón y no había quien lo despegara de la habitación del Victoria Plaza porque tenía una aventura con una chica y se la había llevado a la pieza. Teníamos que salir a las ocho y media y a las nueve Julio seguía encerrado. No sé cómo no me maté esa noche para que llegara en hora. Me acuerdo que impresionado por la velocidad, porque nunca me había visto correr, me tocaba la pierna y me decía: “Che, andá más despacio… ¿querés matar al Varón del Tango?” Y fijate lo que es el destino. Poco después él mismo se mató en un accidente en Buenos Aires manejando su propio auto. Yo quedé muy impresionado. Estuve dos años sin querer escuchar una grabación de Julio porque me ponía a lagrimear.

—En cambio a Gardel no tuviste tiempo de conocerlo.
—No personalmente, pero tuve la fortuna de escucharlo cantar el último día que actuó en Montevideo. En el teatro daban la obra Los intereses creados de Benavente y luego, dentro del mismo espectáculo, cantaba El Mago. Pero ocurrió que la mayoría de la gente había ido a ver a Gardel y en el medio de la representación teatral comenzaron a gritar en coro el nombre del cantor. Por supuesto que no dejaban trabajar y los actores —creo que era la compañía de Miguel Moya— empezaron lógicamente a fastidiarse. A cada griterío dejaban de actuar y se bajaba el telón. La tercera vez que los fanáticos interrumpieron salió Messuti que era el administrador del teatro y les dijo que tuvieran paciencia porque Gardel, de acuerdo al programa, iba a actuar al final de la obra que se estaba dando. Era un domingo y supongo que El Mago estaría en Maroñas. A la hora prevista el cantor llegó, salió al escenario, saludó, pidió un cafecito bien caliente y un vaso de agua fría y luego empezó a cantar. Yo estaba arriba en el “gallinero” y aunque Carlitos cantaba sin micrófono se le oía como si estuviera al lado de uno. Lo de Gardel fue inexplicable. Interpretar en dos octavas y cantar con la misma calidad como tenor y como barítono es un fenómeno que pocas veces se da en el mundo de la canción. El único que se le puede comparar es Frank Sinatra. Yo lo vi en Las Vegas y tenía un imán como el del Mago. Salía el escenario del César Palace y su magnetismo era tal que la orquesta practicamente ya no se escuchaba. Gardel también era una aspiradora que se tragaba todos los ruidos. Me acuerdo que el día que lo vi, había una señora en la cazuela con un bebito que lloraba. El cantor la miró dos o tres veces y nada. Entonces al terminar una canción se llevó las manos al pecho, le hizo señas como para que le diera de mamar y dijo: “¡Señora! ¡Usted puede, yo no!”. El teatro se vino abajo. Creo que al día siguiente cantó en Carve. Yo no pude ir, pero fue un acontecimiento nacional.
“Al llegar, el espectáculo que se ofrecía a nuestra vista era verdaderamente imponente: varios millares de personas llenaban totalmente la casa y en la imposibilidad de entrar permanecían estacionados en la acera hasta llegar a hacer imposible el tránsito por muchos momentos. (…) Por fin luego de haber enseñado nuestro carnet a varios policías y de una lucha titánica de varios minutos logramos introducirnos en el estudio. En ese momento el speaker de turno Juan Carlos Pesce anunciaba a Carlitos Gardel acompañado por sus guitarristas Barbieri, Pettorosi, Riverol y Vivas en la interpretación del tango Cobardía.(…) Escuchamos después el pasillo colombiano Mis flores negras, el tango La uruguayita Lucía, Por el camino (zamba) Parlez moi d’ amour (vals) Acquaforte (tango) Insomnio y algunas otras piezas habiendo podido apreciar que para Gardel parece que no pasaran los años pues lejos de decaer, en cada nueva presentación parece mejorarse adquiriendo nuevas modalidades que hacen pensar que seguirá siendo por muchos años la máxima expresión de nuestro cancionero.”
—¿Cómo te enteraste de la muerte de Gardel?
—Estaba trabajando como locutor en CX 28 Edison Broadcasting cuando una persona llamó por teléfono. “¡Murió Gardel! —dijo entre sollozos— ¡Digan que murió Gardel!”. Pensamos que era una broma macabra pero igual tendimos todas las redes para averiguar. A los diez minutos, estábamos dando la información. Nunca supimos cómo ese oyente pudo saberlo antes de que llegaran los cables.

Perfil de un creativo
César di Candia nació en Florida, Uruguay, el 24 de octubre de 1929 aunque por propia decisión optó por La Paloma, en Rocha. Periodista y escritor, ingresó al diario El país en 1954, dirigió la revista humorística Lunes y volvió a ese género con El Dedo y Guambia. Trabajó con diferentes grados de responsabilidad en Reporter, Hechos, La Mañana y Marcha.
En el semanario Búsqueda publicó sus célebres reportajes especiales durante quince años. En 1999 vuelve a El País realizando investigaciones periodísticas que se publican los sábados. Ha hecho del género periodístico un estilo literario: Ni muerte ni derrota (1987), El viento nuestro de cada día (1989), Los años del odio (1993), La generación encorsetada (1994), Grandes entrevistas uruguayas (Recopilador, 2000), Sólo cuando sucumba (2003). En 2005 vuelve a escribir para Búsqueda en una sección de viñetas bajo el título Fantasmas del pasado, perfumes de ayer. Ha incursionado en cuentos y, como novelista, con El país del deja, deja (1996), Resucitar no es gran cosa (1997) y Concierto para doble discurso y orquesta (2003). Rindió homenaje a su pueblo adoptivo en un libro editado en 2004: La Paloma. En el 2005,publicó Tiempos de Tolerancia, tiempos de ira.

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