LA FIESTA SIN LÍMITE TEMPORAL, IRRENUNCIABLE Y UNIVERSAL

En su obra “La historia de la sensibilidad en el Uruguay” (1989-1990) aborda entre otros temas al Carnaval. Tal como lo testimonia el presente artículo.,

Autor: José Pedro Barrán
La fiesta sin límites temporales, irrenunciable y universal

El Carnaval era la Fiesta y el Juego de la cultura “bárbara” en Montevideo, la culminación del ciclo festivo que se iniciaba el 24 de diciembre con la “Nochebuena”, sus cohetes, matracas, serenatas y bandas de jóvenes y seguía el 31 de diciembre con los “grandes bailes de sociedad” y populares (ya de “máscaras”) y la quema de fuegos artificiales en la Plaza Constitución, a la que a veces asistía hasta la quinta parte de los habitantes del Montevideo
urbano, como en 1869.
Los candombes de negros el día de Reyes, 6 de Enero, muy visitados por “las familias y paseantes”, eran precedidos y seguidos por más bailes “de máscaras y de particular” en los teatros, incluyendo el moderno Solís de 1856, creado tanto para la ópera como para los “danzantes”. El crecido número de bailes hizo que se abrieran “abonos” para sus sucesivas
“funciones”, también que aparecieran comercios especializados en la venta de disfraces desde mucho antes de Carnaval. Los bailes adónde las señoras podían entrar gratis y los caballeros pagando entre 4 reales y un peso, de acuerdo al rango social del local, se iniciaban a las 10 de la noche y concluían por lo general a las 4 de la mañana de casi todos los viernes, sábados y domingos de enero y febrero. La sociedad entera los vivía como la
preparación de las “carnestolendas”, y la asistencia a los del Solís en una noche de enero de 1870, por ejemplo, podía llegar a los 800 o 1000 “danzantes”, cifra que comparada con la de los habitantes de Montevideo edificado, talvez 80.000, equivalía a concurrencias que deben calificarse de masivas y que, sin embargo, en pleno Carnaval llegarían a cuadruplicarse.
En los alrededores del casco de la Capital, por las Tres Cruces, la Unión o el Cerro, se sucedían en el ínterin, tanto bailes como juegos de raíz rural, tales las “corridas de sortijas” que “atraían muchas hermosas (…) chicas y jinetes”.

Los juegos propios del Carnaval, el de agua sobre todo, se anticipaba siempre al inicio oficial de la fiesta. El investigador tiene la impresión de que en ciertas épocas particularmente felices en la vida de la ciudad – bajo la próspera dictadura de Venancio Flores de 1865 a 1867, por ejemplo -, el Carnaval comenzaba en los primeros días de enero. En 1866, seis o siete días antes se jugaba con agua y había “varios aficionados que se han quedado sin huevos. En vano ofrecen precios fabulosos (…) no se encuentran ni de gallina ni artificiales porque algunos avarientos los han monopolizado con el objeto de hacer negocio (…) o el de jugar”. En 1867 se jugó desde por lo menos 15 días antes del comienzo oficial de la fiesta, al grado que la policía debió emitir un edicto especial prohibiendo su “anticipación” – que nadie atendió – pues faltando aún diez días, “ya de noche las señoras no pueden transitar por nuestras calles, porque de todas partes salen atrevidos a mojarlas”.
Habían comenzado, como dijera “La Tribunita” el 22 de febrero de 1867, “los días de locura”. El Carnaval oficial comprendía el domingo, lunes y martes, pero su “triunfo” se anunciaba desde el “jueves gordo”. El Miércoles de Ceniza debía empezar su “muerte”, pero la ceremonia de su “entierro”, sobre la que volveremos, sucedía recién el domingo de la semana siguiente.
El “entierro” no era el fin. El Carnaval invadía Cuaresma, para escándalo del clero y contento de esta sociedad de jóvenes. En febrero de 1836, luego de concluida oficialmente la fiesta, se continuó usando “el disfraz permitido para los días e Carnaval” por varias noches más, en 1865 hubo bailes de máscaras muy poco antes de la Semana Santa. Y a una semana de finalizado, el 27 de febrero de 1869, “El Ferrocarril” dio cuenta que esa mañana iba por la calle Reconquista “un individuo con un tubo de goma en la mano, dando de
golpes a cuantos encontraba a su paso”. En la esquina de Ciudadela había volteado a “una señora de un golpe violento dado con el tubo, y más arriba se topó con el conductor de un carro de basuras, a quién también pretendió faltarle, pero éste alzó su macana (…), el loco maniático o divertido (…) siguió muy orondo su camino administrando tubazos a diestro y
siniestro”. En los barrios alejados de la Capital, donde el control policial escaseaba, “el loco maniático o divertido”, se multiplicaba y casi todos continuaban el juego con “bombas, jarros y baldes” seis o siete días después del “entierro”.
Era como si esa sociedad no pudiera concluir nunca de jugar. Pero allí estaban, por ahora agazapados, los enemigos del juego: el trabajador, la eficacia, la orden burgués quejoso de los días perdidos, la indisciplina social generalizada, la irrespetuosidad hecha norma.
El Carnaval no tenía límites temporales fijos ni resultaba sencillo suspenderlo si una epidemia o la “locura” política – otra forma de la sensibilidad “bárbara” – se adueñaba de la ciudad. En febrero de 1845, en pleno Sitio Grande de Montevideo, “sin que lo extraordinario de la época” lo impidiese, como señaló “El Constitucional”, hubo “humor”, “regocijo” y los accidentes de siempre debidos a “la torpezas del juego”, sobre todo a la
costumbre de arrojar huevos y baldes de agua. Lo lúdico era para esta sensibilidad un aspecto irrenunciable de la vida.
El Juego, era, por último, de masas, casi nadie se sustraía a él. El día que finalizaba la fiesta, la ciudad amanecía desierta, luego de los “excesos” de la noche. Dirá “El Siglo”, un diario hostil al Carnaval “bárbaro”, en febrero de 1874, en crónica escrita por “un político amigo” que no tuvo a deshonra ocuparse del tema: “El miércoles de Ceniza es el día del sueño (…) A cualquier parte que uno dirija la mirada no percibe sino rostros lánguidos y ojos soñolientos. Montevideo está sin movimiento (…) Quién se levanta temprano es un héroe, y apenas si tienen la gloria de ver salir el sol algunas devotas, que al primer toque de campana acuden a los templos”.
Podemos intentar una cuantificación grosera de la dimensión de la Fiesta. En febrero de 1861, la policía había expedido 2000 permisos para disfrazarse, lo que representa un buen 10% de los habitantes del casco capitalino, en febrero de 1866, expidió 2060 permisos, talvez un 5% de esa población, y el 21 de febrero de 1888, día del “entierro” del Carnaval, “La Tribuna Popular” hizo la siguiente crónica y estimación: “A las 5 de la tarde, la décima parte de Montevideo andaba disfrazada. Por cualquier calle que uno tomase se le descolgaban con esto:
-Che, te conozco
-Me conocés?
-Qué te parece, ¿estoy bien disfrazado?
Y eso que el corso recién se esperaba para las 6 ó 7 de la tarde. El público hormigueaba ya en las Plazas Constitución e Independencia y en las calles 25 de mayo, Sarandí y 18 de Julio.
La concurrencia a los bailes del Solís, puede brindar otra pista confirmatoria de la masividad de la Fiesta. El 10 de febrero de 1869 fue estimada en “4000 almas” en ese solo Teatro, lo que equivalía al doble del número de disfrazados, o sea un 10% o más de los habitantes del casco urbano.
Después de 1850, en que la diferenciación social fue mayor y pautada por obvios signos exteriores, las clases altas y medias concurrían al Solís y al más viejo San Felipe y Santiago, señalándose en esos avisos periodísticos de esos locales en 1853, que “las personas que no sean de clase decente no podrán entrar”. Los sectores populares iban a los salones y “canchas”, tales los anunciados en 1855: “la cancha de Martín Casenave” y el Salón de las Delicias” en la calles Rincón. En 1869 se bailaba en cinco parajes públicos
(el “suntuoso Solís”, el viejo “San Felipe”, el Teatro de la Unión, el “Chateau des fleurs” de la Aguada y “la Cancha de Valentín”) y “en mil casas particulares”. Calculando, decía “El Ferrocarril”, el 6 de febrero, unas 700 parejas de noche en esos “parajes públicos y 200 por lo menos en bailes particulares, tendremos que bailarán en tres noches 2.700 parejas”.
Si un 10% o más de la población se disfrazaban y bailaban, el juego de Carnaval, por definición, el del agua, era prácticamente universal. Las calles estaban desiertas los tres días a la hora en que el juego con agua se permitía, sobre todo a partir de las 10 de la mañana, de las 12 o de las 2 de la tarde, en creciente acotamiento policial que luego estudiaremos.
Viejos y jóvenes, hombres y mujeres, negros y blancos, criollos e inmigrantes, ricos y pobres , gobernados y gobernantes, jugaban con bombas, baldes de agua y huevos, Es cierto, empero, como observaremos, que se pueden advertir ya resistencias y protagonismos, pero por lo general en la época “bárbara”, ni las devotas ni el clero pudieron sustraerse por entero a “la locura universal”, aunque lo intentaron…
También la idea de la magnitud de la Fiesta, la importancia que le concedía el comercio ya que, como decía “La Tribuna Popular” en 1888, “el impulso que (…) en general recibe con estas populares fiestas es notable”. (*)
Los avisos de venta de “trajes completos de máscaras”, “flores”,”cartuchos de confites finos”,”caretas”, “huevos coloreados”, etc., ocupaban un espacio sorprendente en los diarios. En “El Ferrocarril” del 19 de enero de 1872, a casi un mes de iniciarse el último Carnaval en que se permitió jugar con agua, el 7% de los avisos comerciales y el 13 % del espacio que ocupaban se refería a objetos carnavalescos, sin contar los bailes en los teatros. La víspera del Carnaval, el 10 de febrero, esos porcentajes habían aumentado al 23 y 32 respectivamente, es decir, que un tercio del espacio que este diario popular dedicaba a los avisos, fue ocupado por el negocio de la Fiesta.
(*) Del seno de las “clases conservadoras” y los dirigentes políticos salieron, sin embargo, los primeros enemigos del Carnaval “bárbaro”, como observaremos mas adelante, dadas las altas cuotas de ocio, “licencia”, violencia y hasta peligroso fomento de la más desenfrenada mezcla social que el juego impulsaba.

PERFIL DEL AUTOR

José Pedro Barrán nació en Fray Bentos el 26 de febrero de 1934, casado y con un hijo. Historiador egresado del Instituto de Profesores Artigas (IPA), ejerciendo su profesión como docente en Secundaria hasta 1978, cuando por decisión de la dictadura fue sumariado. También ejerció el periodismo como columnista del semanario Marcha. Tras el retorno a la democracia, volvió a la cátedra en el Departamento de Historia del Uruguay de la Facultad de Humanidades, hasta hace algunos meses se desempeñó en el Codicen y fue uno de los autores de la nueva historia uruguaya. Por más datos se puede consultar en: http://www.fhuce.edu.uy/academica/cienciasHistoricas/uruguaya/cvitae/Barran-CV.pdf

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